martes, 8 de enero de 2013

Soledad

Patrullar solo era completamente diferente a lo que había sido hacerlo con un compañero. Tantas noches habiendo pensado en lo a gusto que estaría sin tener que hablar de gilipolleces y disfrutando de conducir sola por la ciudad y ahora que lo había conseguido le quedaba grande la situación. Las primeras noches habían sido fabulosas: las calles estaban llenas de gente y por la ventanilla abierta le entraban los sonidos y los olores de los distintos barrios. Si había un conflicto avisaba por radio y a los pocos minutos llegaba el grupo de intervención adecuado.

Ahora la humedad y el frío hacían que se le empañaran los cristales del viejo coche patrulla; las luces estallaban en las miles de gotas en que se rompía la lluvia contra el parabrisas y todo era monótono, gris, aburrido. No pasaba nada, si acaso algún coche que había patinado hasta estamparse en cualquier lado. Pero los minutos se le apelotonaban en la cabeza y no sabía cómo quitárselos de encima.

Dio por radio el aviso de que un coche patrulla se había estrellado y aceleró.

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