lunes, 31 de diciembre de 2012

Puta crisis

Acababa de comerse los rebordes de las pizzas del día anterior y aún buscaba algo más que echarse a la boca en los armarios de la cocina y de la sala de estar. Pero nada que comerse a palo seco, como mucho pasta para cocinar y alguna salsa. Cogió un bote de ketchup, lo desprecintó y se tomó casi medio antes de soltarlo. Se lo metió en un bolsillo del abrigo. Abrió la nevera, agarró el cartón de leche -desnatada- y chupó del pico hasta vaciarlo. Lo volvió a dejar dentro.

Esto no podía seguir así, estaba tocando fondo. No era vida. Todo el puto año dejándose los cuernos para acabar otra Navidad comiendo recortes de pizza y chupando cartones de leche de madrugada y a oscuras. Abrió con cuidado la ventana, salió por ella y la cerró sin hacer ruido. Baltasar y Melchor ya estaban esperando subidos a los camellos.

domingo, 30 de diciembre de 2012

Rutina

Lo que menos le apetecía hacer en ese momento era ponerse la chaqueta, la gorra y los guantes y salir de la garita a hacer una ronda. Había dejado de nevar en la última media hora y las nubes de plomo habían dado paso a una luna que llenaba el cielo e iluminaba todo en blanco o negro. Antes de salir apoyó su mano enguantada en el hombro de su compañera de guardia y ésta le dijo que le fuera leve.

Soplaba un viento que a ratos aullaba y le acuchillaba las orejas y la cara y se le metía por el bajo de los pantalones pierna arriba. La nieve en polvo se movía en remolinos de la altura de un niño por el patio vacío y los dos perros le miraban con las orejas tiesas desde las profundidades de su caseta.

Le gustaba mucho el crujir de la nieve bajo sus botas; pisadas amortiguadas que llegaban a un punto en el que la nieve cedía y crujía. Algo blando y rígido a la vez. Agradable y grimoso. Como arrancarse muy poco a poco la costra de una herida que pica y que aún no ha cicatrizado del todo.

Aunque su compañera tenía una conversación bastante agradable e interesante tendía a hablar a todas horas y bajo toda circunstancia. Era de esas personas que no saben o que tienen terror a permanecer en silencio en presencia de otro. Y él se sentía bastante lobo estepario. No quería darle un corte ni parecer borde; sentía que era por su manera de ser y no por que ella hablase demasiado.

Entró en el almacén y cerró la puerta tras de sí. Sólo estaban encendidos los fluorescentes de las intersecciones de los pasillos y eso le daba un toque a película de acción que le encantaba: estantes y cajas y gente acechándose entre ellos y con los sentidos agudizados por la adrenalina. Lo contrario a su trabajo, vaya. Tosió y el eco reverberó durante unos segundos hasta dejar la nave de nuevo sumida en el silencio.

Desandó el camino a la garita. A través de los cristales podía ver a su compañera leer una revista. En fin, en cuanto entrara seguramente la dejaría a un lado y se pondría a hablar de nuevo. Era un trabajo tranquilo y suficientemente bien pagado, no se podía quejar.

Un par de cajas se abrían desde dentro bajo la luz de los fluorescentes en el almacén.


jueves, 27 de diciembre de 2012

2015

El viejo hacía la vista gorda. Era un buen hombre. Se terminó de tres tragos su cuarta cerveza, estrujó la lata y la lanzó a la fosa.

Era un trabajo de mierda para un sin patria de mierda como él. No soportaba tratar todos los días con los cadáveres demacrados de tantos niños, ancianos, jóvenes, adultos. Cuerpos cuyos rostros aún mostraban el sufrimiento arrastrado desde el otro lado.

Agarró de los tobillos lo que debía ser el cuerpo de un niño o niña, tiró y lo sacó de la camioneta apoyándolo sobre su espalda. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco pasos. El ruido sordo de un cuerpo cayendo en un hoyo. A la furgoneta y vuelta a empezar.

La luna llena asomaba ya por encima de las negras siluetas de las copas del pinar. De noche los cuerpos olían bastante menos. El viejo dio un silbido y le hizo un gesto con la mano para que se acercara. Los primeros días su estómago echaba por tierra cualquier intento de comer durante su trabajo. Pero el hambre era fuerte y los muertos lo respetaban. En menos de una semana el pan y la panceta ahumada olían a paraíso cuando llegaban en mitad de la noche.

Soltó una estentórea carcajada que hizo que al viejo se le cayera su panceta al suelo. Sólo un año y pico atrás era un joven musulmán enterrando amigos, vecinos y familiares muertos de hambre en Nigeria. Ahora era un viejo sin fe haciendo lo mismo en España.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Salvados

Desde lo alto del mástil el mar se ondulaba como las colinas y prados de su tierra natal. El viento traía henchidas las velas desde el alba y avanzaban a muy buen ritmo. Desde que su grito de avistamiento quebró el silencio abatido de la tripulación la cubierta era una orgía de actividad. Comida, agua, hogueras, suelo firme... todas esas cosas inalcanzables hacía unas horas las estaban ahora casi oliendo, viendo, saboreando, tocando. Las pocas fuerzas que habían guardado durante los días que navegaron sin rumbo y con muy poca esperanza por aquellos mares desconocidos ahora afloraban desbocadas.

La túnica de la Muerte se alejaba flotando mar adentro hasta otra ocasión.

La nave había quedado anclada en una preciosa ensenada turquesa rodeada de arena blanca. Bajo las barcas con las que iban a tierra nadaron las siluetas de algunos cardúmenes de pececillos, un par de escualos largos como piernas de hombre y una enorme tortuga que pastaba ante una mancha de posidonias.

El mar era su vida, lo había sido desde que empezó a valerse por sí mismo. No le gustaban las ciudades, las grandes aglomeraciones de gente. Le daban miedo. Pero amaba la tierra firme deshabitada. Lugares vírgenes donde perderse; islas donde sólo los gritos de las aves rompían el murmullo de las olas al romper en los acantilados o deshacerse en la arena.

Eufóricos por su buena suerte cantaban, saltaban, reían.

A unas decenas de estadios Polifemo guiaba su rebaño de vuelta a la cueva.

Susurros

Los tacos de madera se encontraban desperdigados por todo el taller; un lecho de virutas y polvo de serrín impedían ver el suelo de piedra argamasada. Sobre el banco había un precioso tocón de olivo, enorme, veteado, retorcido, que le susurraba ideas en voz demasiado baja. Lo agarraba y lo sopesaba. Le daba vueltas con sus manos fuertes y callosas como raíces. Lo colocaba de mil maneras en el banco y se acercaba y alejaba para verlo desde todos los ángulos. Movía las luces de sitio, traía otras de la casa, encendía y apagaba focos para arrancarle todas las sombras a la madera. Y, aunque seguían siendo ininteligibles, los susurros ya eran voces.

La piel del olivo había sido desbastada a golpes de escoplo y la madera chorreaba color por cada veta. Era hermosísima. Acarició su superficie, olió su aroma. La giró, la cogió, la colocó en todas las posiciones posibles. Pero seguía sin decirle qué forma llevaba dentro. Agarró un escoplo grande y una maza.

Cuñas y virutas de olivo rodeaban el banco donde la madera se negaba aún a decir lo que el carpintero deseaba escuchar. Tenía una forma mucho más estilizada, gótica, con sus formas alzándose a los cielos. Era de una exquisitez enfermiza, como un cadáver maquillado y vestido para sentarse a una mesa fastuosa. No quería hablar. Él era paciente.

La policía procedió al levantamiento del cuerpo de aquel carpintero ahorcado por la soga y por las deudas. Otro caso más de suicidio por no saber cómo afrontar un desahucio inminente.

Nadie sacó siquiera una foto al cacho de madera de olivo con un hacha incrustada que había sobre el banco de trabajo de aquel desgraciado.

martes, 25 de diciembre de 2012


Llevaba media tarde arrancando gemidos desganados de su guitarra eléctrica mientras su cabeza andaba en mil otros sitios. Ninguno en concreto.

Un sol casi rojo se colaba entre las rendijas de la persiana y proyectaba su sombra en la pared de la habitación. La silueta de un hombre y una guitarra, una simbiosis recién nacida pero intensa como la del hombre y el perro.

En la oscuridad de la habitación las luces del amplificador brillaban como pequeños soles. Guitarra, perro y hombre dormían en el mismo sofá.

domingo, 23 de diciembre de 2012

Añoranza

El gato se había echado en la zona del suelo por donde pasaban las tuberías del circuito de la calefacción. El día, soleado y cálido para ser invierno, había dado paso a una noche llena de estrellas donde el viento aullaba acompañado de un frío que mordía la piel descubierta hasta llegar, si se le daba tiempo, a la médula del hueso.
La casa se hallaba iluminada por decenas de velas de diferentes colores que salpicaban todo el mobiliario. Vainilla, canela, sándalo, cítricos, chocolate... Una mezcla de tenues fragancias que, lejos de pelearse en una cacofonía de olores, se entretejían en el equivalente olfativo del colorido de un mercado de pigmentos hindú.

Agarró los barrotes del ventanuco y miró el cielo del anochecer. Un maizal se extendía tras los muros del penal hasta la línea de árboles del horizonte. Cómo echaba de menos su casa, y aún no llevaba ni una semana en aquella maldita prisión. Su marido, su gato... tan cerca y a la vez tan lejos. Pero así era la vida, ella se lo había buscado.
Terminó de revisar la celda de la presa número 13328 sin encontrar nada sospechoso (otro soplo falso) y se fue a la sala de control a llamar a su marido para decirle que le quería y que el viernes llegaría a las 23 horas, más o menos.

sábado, 22 de diciembre de 2012

Sólo un poco

Gotas de ardiente sudor caían de sus cejas a los ojos donde se mezclaban con lágrimas. Respiraba con mucha dificultad, lo más lentamente posible, sin profundizar demasiado para que no le dolieran aún más los pulmones. Renegó y blasfemó entre dientes por enésima vez: ya estaba en el infierno y no había necesitado morir aún.

De su vocación de ayudar al prójimo no quedaban más que recuerdos ajironados con sabor a hiel. Maldita gente, así hubieran muerto todos unos a manos de otros.

Ahora sólo pensaba en sobrevivir. Tenía que salir como fuera de los antiguos túneles de la mina reconvertida en prisión. Reconvertida en moridero.

Llevaría caminando cinco o seis horas. O dos. El tiempo se hacía eterno ahí abajo. A oscuras, caminaba acariciando las ardientes paredes con la mano izquierda mientras palpaba el aire a uno y otro lado con la derecha. No había repetido ningún túnel; había estado memorizando minuciosamente cada encrucijada y las principales características de los túneles que iba recorriendo. Y unas minas tan antiguas que habían vivido varias guerras tenían que tener alguna otra vía de escape. No le cabía otro pensamiento.

Tenía la lengua completamente seca, un cacho de madera podrida puesto al sol. Había dejado de sudar hacía un rato. Era la primera vez que pasaba por ese punto. No aguantaba más, era horrible, tenía que descansar un poco, sólo unos minutos. Se sentó. Sólo un poco.

Introspectiva

Encendió tres velitas y metió una moneda en la hucha. Se quedó mirando en silencio las llamas unos minutos y luego arrastró los pies hacia la puerta de la iglesia y, ya bajo el dintel, se giró hacia el altar, bajó la cabeza y murmuró unas palabras que ya no le significaban nada.

Fuera era de noche y la luna casi llena se asomaba sobre los muros de piedra que encajaban al río en la hoz. El olor del sándalo del templo se perdía en el aroma de la tierra mojada. El murmullo de sus aguas negras, el del viento entre las hojas de los sauces y los álamos, el ulular entre los árboles, sí que tenía sentido.

Otros peregrinos ocupaban la pequeña explanada en un silencioso ir y venir. Pero no se escuchaba una sola palabra que saliera de boca humana. Esa noche, sólo la naturaleza hablaba.

jueves, 20 de diciembre de 2012

Sueños

No estaba muy segura de si era menta u otra cosa lo que estaba recogiendo. Le chorreaban los mocos y estornudaba sin parar bajo la lluvia y le dolía la cabeza pero su madre necesitaba las hierbas para preparar los potingues. Y si no llevaba la menta esa noche dormiría otra vez en el suelo, fuera de la casa.

Ortiga, menta, salvia, verbena, trébol, aliaria, canela, mandrágora, regaliz... Sí, todas eran plantas mágicas, pero a ella le gustaba irse a pastorear con su tío, jugar con los perros y los corderos y comer queso y salchichón que él cortaba con su daga y le ofrecía sobre una rodaja de pan. Su madre decía que por sus venas corría la sangre de un linaje de druidas y que era su deber, su obligación, sacar la magia de las hierbas para dársela a los hombres. Después de un par de bofetadas supo que era así y que no se cuestionaba. Pero, aún así, seguía sin estar convencida. Le gustaba pastorear.

·-oOo-·

Estaba segura de que era menta lo que estaba recogiendo. Le chorreaban los mocos y estornudaba sin parar bajo la lluvia y le dolía la cabeza pero necesitaba las hierbas para preparar los potingues. Y si no llevaba la menta esa noche pronto dormiría en el suelo, sin casa.

Volvió a casa pensando en corderos y perros, en chorizo y queso.

Prisueño

Menos de tres días para volver a casa. Durante las vacaciones los últimos días siempre se aceleraban y desaparecían sin dejar rastro. Y eso que trataba de aprovecharlos pero, irremediablemente, se iban. Solía darse cuenta del día que caía en mitad de las vacaciones y entonces pensaba en lo que había hecho de momento, en lo que le quedaba por hacer y siempre se quedaba con la impresión de que ya casi casi les tocaba volver.

La vida no tenía por qué ser así. Estudiando o trabajando todo el año para descansar un poco los fines de semana (y había discusiones en casa) y para tener unas pocas vacaciones en invierno y en verano. Cuando era pequeño, todo parecía interesante y las horas pasaban muy despacio. Cada recreo en la guardería era una aventura en la que descubría algo nuevo: un hormiguero, un agujerito en el cemento entre los ladrillos en el que meter un palito, una rama llena de hojas amarillas en vez de verdes, una zona descascarillada en el tobogán donde meter la uña y levantar la pintura... Cada viernes ponían en la tele sus dibujos favoritos y entre capítulo y capítulo pasaba siempre una vida.

Ahora, sin llegar a ser viejo había días que quería que acabaran, que llegara ya el fin de semana para perderlo. El tiempo ya no era una cosa desconocida a la que no hacía caso y que por eso, ni existía. El tiempo había pasado a ser algo incómodo que tratar de apartar de la manera menos traumática posible o que conseguir a toda costa en el momento menos adecuado.


miércoles, 19 de diciembre de 2012

Medicación

Uno de los efectos secundarios de la retirada de la medicación era un aumento de la agresividad. La decisión era dura pero el coste mensual de seguir adelante con el tratamiento prácticamente inasumible. Y un tetrapléjico agresivo no era tan peligroso, siempre podía uno ponerse unos cascos mientras estaba con él.

Ahora bien, su nivel de cabreo podía llegar a tanto que daría para una novela de Stephen King. Como le tocaran mucho los cojones podría hacerles estallar la cabeza a todos sólo con pensarlo, no tenía duda. Y hasta soltar adrede más fétidas y abundantes las cagadas. Y cuando le quitaran la medicación, que le quitaran también los telediarios y los diarios de Internet, porque iba a correr la sangre.

Reunió a su familia (su enfermero y su perro) y les comunicó su decisión. Uno se quedó mirando con cara de no entender nada y el otro movió la cola y puso las patas delanteras sobre la cama. Mucho mejor así, tampoco iba a ser tan mala la cosa y el dinero ahorrado le vendría muy bien para recapitalizar su cuenta.

Le dijo a su enfermero que le pusiera otra vez la película de Intocable y que se quedara con él a verla, que le emocionaba muchísimo. Lo cierto es que le encantaba la película pero la pedía por tocarle los cojones al enfermero, con cariño, eso sí. Cuando dejara el tratamiento le pensaba pedir un maratón de festivales de Eurovisión.

No veía la hora de que fueran las seis de la tarde, hora de la medicación.

-¿Qué hora es?

-Las cinco y media.

Hacia un rato que la película había acabado y no se sentía con ganas de hablar ni de putear al enfermero. Le pidió que le incorporara un poco la cama y se quedó mirando por la ventana cómo el cielo se tornaba rojo, dorado por unos minutos y luego morado y, poco antes de volverse negro, llegó la pastilla. Abrió la boca y la tragó. Luego apuró el vaso de agua que le sujetaba impaciente el enfermero y se despidió hasta la hora de la cena. El enfermero apagó la luz, encendió la bola de espejos y cerró la puerta.

En unos minutos empezó la fiesta. El efecto psicoactivo de la medicina sería lo que más iba a echar de menos.

lunes, 17 de diciembre de 2012

Remoto

La fruta era lo único que podía comer, el resto de cosas tenía un aspecto bastante horrible y el olor de las especias era tan fuerte que podía estar perfectamente comiendo carne podrida que no sería capaz de notarlo en el sabor. Las verduras y las hortalizas estarían regadas con las aguas de esa cosa que discurría por la linde de la finca; los albaricoqueros, granados e higueras ocupaban la parte más alta de la finca y sólo bebían agua de lluvia. Hoy comía higos y albaricoques (que estaban un poco ácidos y duros).

El campamento se suponía secreto y, aunque en su día se asentó con carácter provisional, el emplazamiento era tan bueno que se quedó como definitivo. No se explicaba cómo podía seguir siendo secreto -es decir, seguro- cuando tanta gente lo conocía, pero en los casi ocho meses que llevaba en él nunca había sucedido nada alarmante.

Y no podía hacer que cambiara puesto que, desde hacía casi ocho meses, no tenía cobertura para enviar las coordenadas para el bombardeo al comandante.

domingo, 16 de diciembre de 2012

Voluntad

Era tremenda la soledad que podía llegar a sentir uno en el asilo. Las paredes eran demasiado blancas, los barrotes de las ventanas demasiado fuertes y los cuidadores no eran más que pastores de ánimas ancladas en un pasado feliz y, por ello, lejano. Sólo él había venido por voluntad propia; unos cuantos lo habían hecho contra su voluntad y la mayoría la habían perdido mucho antes. Pero eso no lo hacía más fácil.

Sus razones resultaban oscuras incluso para él mismo (¿era por tanto éste realmente su sitio?). ¿Curiosidad, hambre de justicia, morbo, autocastigo...? Seguramente habían sido todas a la vez. O un vaivén entre esas razones. Pero cada vez le interesaba menos. Y lo peor de todo era que ni le importaba. O lo mejor. O qué más daba.

Perdió el interés en observar las reacciones del resto de internos ante el programa rosa que estaban echando en la tele. El programa era una auténtica mierda y la falta de reacción de sus compañeros otra aún mayor. Se acercó a la ventana a observar el edificio de enfrente, un hospital de enfermos terminales. O eso decían. Pero seguro que no era más que un sitio donde los llevaban a morir sin gastarse nada en medicinas y las familias lo sabían pero no les importaba. O a lo mejor creían que les daban los mejores cuidados. Aunque estaba bien iluminado por las noches y no tenía barrotes. Y las cortinas parecían bonitas y cuando las corrían había flores en las mesas.

Las hojas de los plátanos y los chopos se arremolinaban en las calles junto a los bordillos. Era muy bonito el contraste de colores verde, amarillo y marrón aunque echaba de menos el rojo de otros árboles. La verdad, era precioso pero parecía que nadie las recogía y podían ser un peligro, alguien podría torcerse un tobillo o caerse o pisar una mierda de perro. Y si llovía se podía meter el pie hasta el fondo en un charco. No le gustaba tanto el otoño. Pero la luz del atardecer en esta época del año, los días nublados en los que salía el sol un rato por las tardes... nada era más hermoso en sus recuerdos.

Aún quedaba mucho tiempo para poder irse al cuarto a dormir aunque él se quedaba con los ojos abiertos escuchando los ruidos de la noche. Estaba cansado y tenía hambre aunque había dormido muy bien la noche anterior a pesar de los ronquidos del viejo de la habitación de al lado que no le dejaban dormir. Dormir era malo: uno se podía morir durante el sueño y no se enteraría. Pero morirse despierto le daba mucho miedo, no quería enterarse de que se iba a morir, seguro que se cagaba y se hacía pis. Y entonces su madre le pegaría y su padre le pegaría y le encerrarían en la alacena y la puerta le apretaría el pecho y la tripa y no podía echarse al suelo a llorar.

Los gritos le daban mucho miedo. Su madre gritaba y su padre gritaba y los otros hombres gritaban. Se tapaba la cara con la manta pero los ojos le miraban desde debajo de la cama y desde el armario y por la ventana entraban sombras y los cuervos y los gatos hablaban en la calle de comerle los ojos si se asomaba.

Todo estaba parado y en silencio. Las hojas de los árboles estaban quietas en mitad del aire, las palomas tenían las alas borrosas y la luz de un relámpago entraba eterna por la ventana. Quería gritar pero no había aire. No respiraba ni latía su corazón. Abrió la puerta de un silencioso portazo y bajó corriendo los escalones de dos en dos, de tres en tres, rodando hasta desnucarse contra una pared. Todo estaba recubierto de terciopelo rojo y no se veía la sangre pero seguro que todo estaba lleno. Le ardía el brazo y luego la cabeza y el silencio se fue apagando hasta ser un murmullo.

Abrió lentamente los ojos, le dolía la luz. José Luis, el bedel, estaba sentado en una silla con un ojo morado y tres rayas de sangre cruzaban su cara. Y él una vez más estaba atado en la camilla de la enfermería. Seguro que otra vez le habían puesto sangre reseca y piel debajo de las uñas y le acusaban de agresión. Luego le pegarían y le clavarían jeringuillas. En esos momentos no quería estar en el asilo.

Lucha

A través de las cortinas llegaban amortiguadas las sirenas de la policía aunque, al igual que el ruido de los aviones al despegar, ya no las oían salvo que prestasen atención. Pero tampoco era tan mal barrio; los vecinos trataban de ayudarse entre sí en vez de andar puteándose unos a otros como sucedía en tantos otros sitios.

Lo jodido era salir a por comida para el grupo. Él ya no era joven y ni podía cargar peso ni correr ni defenderse de otras personas. Pero los chavales se lo llevaban con ellos cada vez que salía el grupo a traer lo que fuera posible. No podía permitirse sentirse inútil.

Era duro verse en esa situación a su edad. Lo prefería a la alternativa. Perdió a su mujer y su hija en el mismo accidente. Fue culpa del contrario, que se saltó un semáforo, pero conducía él. Y no se lo perdonó hasta que el hambre hizo mella en su salud. Y casi que estaban mejor muertas que malviviendo el día a día en el que se encontraba inmerso. Algún día, seguramente muy pronto, se reuniría con ellas.

Pero hasta entonces seguiría luchando por sobrevivir; ellas jamás le habrían permitido rendirse.

Miró a su nuevo compañero de piso, un nórdico pelirrojo que casi nunca hablaba y que andaba todo el día enfrascado con sus aparatos. Le caía bien de todos modos, parecía un hombre bueno.

Jan Malmström se sentía científico aunque no siguiera una disciplina ortodoxa. Esos días estaba frenético, sabía que estaba muy cerca. La presencia era muy cercana y poderosa. Sí, pronto probaría empíricamente la existencia de fantasmas.

sábado, 15 de diciembre de 2012

En la Luna

Desde el ventanuco podía verse un cielo inmensamente negro con infinitas estrellas. Cuántas veces se había asomado por ese agujero desde aquella primera vez que le dejó inmóvil durante horas, aguantando la respiración, no lo sabía. Probablemente ya había pasado de los seiscientos días; al cumplir los quinientos dejó de contarlos, ¿para qué?

En menos de cuatrocientos ya había terminado de montar hasta el último detalle de la base. Todos los equipos estaban funcionamiento a total rendimiento. Un diminuto ecosistema funcional y autocontenido en un par de miles de metros cúbicos con capacidad para mantener a cuatro personas indefinidamente. Y ella sola la había montado en la cara oculta de la Luna.

Su misión era, probablemente, la mayor aventura jamás emprendida por la especie humana. Un consorcio de países se había puesto de acuerdo en montar una base permanente en la cara oculta de la Luna. El único lugar conocido al alcance del hombre aislado permanentemente de cualquier interferencia electromagnética procedente de la Tierra. El único lugar donde podían instalarse innumerables aparatos experimentales y de medición con los que avanzar en el conocimiento del Universo.

Esta base, Limbo I, era el germen de la primera colonia humana fuera de su planeta natal. Cada gramo transportado desde la Tierra hasta el lugar del selenizaje había tenido un coste de miles de dólares así que el cargamento de la misión había consistido en las infraestructuras de manteniemiento vital, materiales y herramientas de construcción de alta tecnología, alimentos deshidratados para una primera fase, semillas, nutrientes y fertilizantes, esporas de hongos, embriones y larvas y el científico / ingeniero más capacitado y con menor tasa metabólica. Durante la etapa final del proceso de selección fue la primera vez en su vida que dio gracias por su metro cuarenta y dos y cuarenta kilos escasos de peso.

Tras el alunizaje, el módulo de mantenimiento vital había sido su pequeño mundo y el ventanuco el único contacto con el mundo exterior. Llegó al principio de un día lunar para poder aprovechar la luz y avanzar en el montaje de la base desde los primeros momentos de su estancia. Poco a poco del módulo fueron surgiendo pasillos y salas satélite y nuevos pasillos y nuevas salas que al cabo de las semanas estaban llenas de aire perfectamente respirable que exhalaban primero las máquinas y al cabo de los meses las plantas. Casi todo eran salas y pasillos diáfanos; sólo las salas de cultivo, las de cría y la planta de procesamiento de alimento y reciclaje funcionaban de manera definitiva. Le hacía mucha gracia pensar que, en el fondo, ella no era más que la granjera más remota de la Historia de la Humanidad.

Desde su llegada, sólo el día 350 de la misión llegó un nuevo transporte con nuevo material, más comida y fertilizantes, nuevas instrucciones (no había cambios en el calendario previsto), prensa y libros en formato digital y mensajes de su familia, amigos, simpatizantes, políticos y demás gente en general. En un par de años más llegarían sus nuevos compañeros con los primeros instrumentos para montar y ella podría regresar de vuelta a la Tierra.

Pero de momento prefería no pensar en horas y días para no volverse loca. Sólo quería leer las horas muertas (llevaba ya cientos de libros y le quedaban aún varios miles por leer) y disfrutar de aquel maravilloso ventanuco. Y no era mala vida vivir literalmente ajena a todo lo demás que sucedía en el mundo.

Aunque hacía ya casi medio año del conflicto nuclear que había conseguido que ya nunca nada volviera a suceder.

viernes, 14 de diciembre de 2012

Recuerdos de la infancia

Desde que era pequeña le fascinaban las frutas de plástico. No había frutero de adorno a su alcance al que no le faltaran cerezas sin rabito, limones con intentos de corte, melocotones con calvas en las pelusas o uvas remasticadas fuera del racimo.

Al igual que el tema de los Reyes Magos o el Ratoncito Pérez, hubo un día muy concreto en su vida en el que todo cambió -para mal- cuando se enteró de que no eran frutas mágicas y muy especiales cuyo secreto sólo conocía ella sino algo que se vendía -y muy barato- en bazares o en tiendas cercanas a la frontera, cerca de los manteles y los servilleteros. Y entonces su interés, su pasión por las frutas de plástico, se rompió en mil pedazos que el trajín de su día a día se encargó de terminar de pisotear y perder en el olvido.

Unos años después sus pechos comenzaban a hincharse y la vergüenza de que la vieran desnuda en su casa crecía a la par de su vello púbico. No recordaba cómo lo había descubierto pero le gustaba muchísimo tocarse entre las piernas cuando se acostaba por las noches, cuando se duchaba o incluso cuando volvían de algún viaje ya de noche, tumbada en el asiento de atrás del coche, hacía como que dormía y su mano encontraba sus bragas calientes y mojadas.

Sus padres cada vez la comprendían menos, vivían en otra época, no sabían lo que realmente era importante en la vida. Conoció al poco de pasar del colegio al instituto a un chico perfecto y supo que su amor iba a ser eterno. Los mayores siempre creían que tenían razón en todo pero es que ellos nunca habían encontrado a su pareja ideal. Vivirían siempre juntos y tendrían muchos hijos y un chalet para que pudieran jugar en el jardín. El cumpleaños en el que se escondieron los dos debajo de la cama de sus padres jugando al escondite y él la beso fue el mejor de su vida.

La verdad es que era guapa y se metía horas de gimnasio pero estaba un poco harta de beber todos los fines de semana y haberse ya follado a la mitad de los colegas. Los tíos se corrían en cuanto se la metían y movían un par de veces el culo y las tías con las que había estado iban más a comerse los coños. Siempre tenía que tocarse después para poderse dormir.

Sabía que no era frígida, se corría varias veces seguidas cuando se tocaba pero con otras personas no había manera. Estuvo a punto tres o cuatro veces pero al final se corrían antes o se movían de una manera mecánica, como si estuvieran pensando en otra cosa en vez de estar ahí follando con ella.

Al menos tenía curro para seguir pagando el alquiler después de echar de casa al puto cabrón de mierda de su novio. La convivencia era buena y él compartía las tareas de casa pero ver y oír a la vecina del B gritando como una puta cerda en el matadero mientras él se la follaba a cuatro patas en el sofá del salón le había jodido bastante. En el par de minutos que aguantó mirando en silencio desde el pasillo la muy zorra se corrió tres veces.

Para su primer cuarto de siglo de vida quería regalarse algo especial. La vida estaba siendo bastante mierda los últimos meses y necesitaba algo que le levantara el ánimo. Entre tienda y tienda de ropa vintage y complementos llegó a un escaparate donde un frutero con frutas de plástico descansaba entre un Telesketch y un Simon. Se le iluminó la sonrisa y entró a comprar el mejor regalo del universo.

Tras la minifiesta con los amigos -era martes- no se fue a la cama sola. Perdió la cuenta de los orgasmos que tuvo. Y sin tener que andar tocándose el clítoris como de costumbre.

Cuando se despertó por la mañana aún tenía el plátano de plástico asomando de su coño.

jueves, 13 de diciembre de 2012

Agua

No hacía viento y las pocas espigas que habían sobrevivido a las granizadas semanas atrás ahora se agostaban bajo un sol cruel que imponía su silencio incluso a las cigarras. Todo estaba quieto salvo el horizonte que bailaba achicharrado en todas direcciones.

En la cuneta del camino se encontraba cuerpos carbonizados, desollados, destripados, mutilados o devorados por los animales. Cuerpos uniformados de gris o de rojo, cuerpos desnudos, cuerpos con ropas de noble o de campesino humilde, restos de caballo, perro, oveja.

Se pasó la lengua por los labios resecos pero sólo fue roce de cuero contra cuero. A sus cuarenta y pocos años tenía la piel de un anciano curtido por el sol. Y un alma aún más vieja y cansada. De sus ropas escapaba un hedor entre a vinagre, queso azul y muerte. Nunca había sido muy dado al baño; esta vez se habría peleado con el mismísimo rey y su guardia de honor por disfrutar de uno. Por el agua. Por el olor. Por las pústulas y ampollas que tanto escocían.

Acampó a la sombra de unos riscos cuando el sol ya casi rozaba el horizonte. Necesitaba descansar. Un rato, una noche. Descansar.

Se despertó empapado en plena noche; la lluvia lamía su cara, su torso, sus piernas. Trepó sobre una roca para otear la oscuridad y no ver nada. Seguía lloviendo. Echó la cabeza hacia atrás y abrió la boca hacia el cielo para aplacar poco a poco la sed.

Lo había conseguido, había sobrevivido. Todos los demás habían muerto antes de llegar tan lejos. Bajó de un salto, resbaló y sus lágrimas se juntaron con su sangre mientras su mirada se apagaba para siempre.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Viento

Tenía los dedos doloridos. O anestesiados. Por el frío. A pesar de ir embozado hasta los ojos en su vieja bufanda de lana el frío de la noche le helaba la garganta y le ardía en los pulmones. Se habría encendido un cigarro pero para ello tendría que haberse quitado los guantes y ni estaba convencido de ser capaz de prender una cerilla. Y la petaca de lo que fuera que destilaban en la trastienda de aquel antro se encontraba medio vacía en las profundidades de su ropa, inalcanzable.

Esas noches tenían sus ventajas: no había nadie en las calles. Ni perros ni gatos ni lobos ni ratas. Las antorchas se apagaban con el viento y nadie las volvía a encender y los batientes de las ventanas mantenían dentro de las casas la luz y el calor de los hogares. Esas noches la luna se hacía dueña de un cielo negro limpio de nubes y la nieve en polvo se alzaba en una corriente etérea y fantasmal que recorría las calles de la villa. Casi podía oír el tintineo de los diminutos cristales.

Llegó a la balaustrada de piedra que separaba la plaza del cortado de roca que se perdía en el fondo del valle donde el río -tragado por la oscuridad de la mole del macizo del otro lado- seguiría escurriéndose hacia el mar bajo una gruesa capa de hielo. Un golpe de aire le arrancó el sombrero de ala ancha y lo arrojó hacia el interior de la plaza. No era buen momento para saltar, por culpa del viento la caída sería lenta y dolorosa, golpeándose una y otra vez con los salientes de roca. Tenía incluso más miedo al dolor que a la misma vida.

Se volvió a por el sombrero que en esos momentos bailaba en caóticos círculos sobre el adoquinado de la plaza y, sorprendido, lo cogió la primera vez que pasó ante él. Se pasó la mano hacia atrás por el pelo encanecido y se ajustó el sombrero hasta cubrirse las orejas. A su mujer le molestaba mucho que lo hiciera, que se veía ridículo. A él le daba igual. Caminó de vuelta a casa.

Llegó a la puerta y buscó la llave en el bolsillo. Levantó un poco el sombrero y sacó de dentro las orejas. Metió la llave y abrió la puerta lo más rápido que podía sin armar ruido. La mortecina luz anaranjada de un fuego moribundo le esperaba en el interior de la casa. Allí seguía su mujer, en la mecedora junto al hogar. No soportaba verla allí todo el día, todos los días. Por eso procuraba estar fuera de casa cuanto fuera posible. Más de sesenta años juntos viviendo felices hacían aún más dura la situación. Se acercó a ella y le dio un suave beso en la frente. Ella no reaccionó. Él no se sorprendió. Fue a por una olla, salió un momento a por nieve y metió dentro medio nabo y una zanahoria que alguien había desechado esa mañana en el mercado. La colocó sobre el fuego y volvió a la cocina a por el cuchillo. Se acercó a su mujer por detrás, le temblaba la mano. No quería hacerlo pero la situación era insostenible, el dolor infinito.

Mientras roía de un hueso los últimos jirones de carne miró a su esposa con los ojos cubiertos de lágrimas. Cómo se habían querido. Cuántos años de dormir pensando en despertarse al día siguiente antes que ella y poder admirarla cuando despertara. Ya no despertaría. Y pronto se acabaría la carne de ese cuerpo enjuto.

Ojalá mañana no haga viento.

martes, 11 de diciembre de 2012

0

Hace unos pocos años me sentía decenios más joven, una vida más vivo. Me había propuesto escribir todos los días durante cien días para demostrarme si era o no escritor. Me sentía tan bien que esos cien días se convirtieron en casi dos años.

Mi vida mundana pasó por grandes altibajos. Vamos, que me pegué unas ostias de espanto. Pero mi rinconcito de palabras era real y me permitía ser quien quería ser durante unos momentos cada día y la cordura charlaba conmigo y me pasaba un brazo por los hombros y me señalaba con fingida solemnidad que algún día todo eso sería mío.

Entonces llegó un momento en el que las ostias fueron tales que me convertí en un ostiado crónico y se me ocurrió que lo mejor era dejar de soñar y centrarme en sobrevivir. No asistí más a mis reuniones con la cordura y me convertí en un loco que dominaba el arte de sobrevivir.

Pero ese cacho carne se olvidó de que vivir no era lo mismo que la mera supervivencia biológica. Tenía pesadillas en las que añoraba vivir, sí, pero no quería más ostias.

Y así, gordo, insomne y demacrado se fue arrastrando hasta que, en Diciembre de 2012, un viernes o sábado o domingo se dio cuenta de que el síndrome de abstinencia que le podía no se lo provocaba la falta del alcohol que había dejado de beber.

Con ninguna humildad -a nadie debo cuentas- pero sí mucho miedo he decidido volver a vivir. Cada día daré un paseo entre palabras, cogiendo fuerzas. Reaprendiendo a vivir. La existencia es tan efímera, tan ridícula, que sobrevivir no es más que una cadena de días fracasados.

Y es que recuerdo mejor y con más cariño las grandes ostias que me he dado (y los grandes logros) que los días grises que se cayeron del calendario. Hace años me propuse escribir un microrrelato cada día. Esta vez no es un fin, es sólo una ración diaria de "Si dejas de soñar, mueres" con la que coger impulso para saltar y volar. Como Ícaro.

O como Dumbo.