martes, 26 de noviembre de 2013

Papá

Siempre he pensado que las palabras que se decían en honor de un difunto eran perogrulladas que a nadie le aportaban nada nuevo pero que no podían faltar. Se resaltaban las cualidades conocidas por casi todos y se obviaban las que socialmente se consideraban inapropiadas en un momento así. En su funeral, todo el mundo había sido un santo y a lo largo de su vida sólo había dejado un rastro de amor, buenos actos y anécdotas graciosas pero siempre positivas. Todos le recordaríamos con cariño.

También es cierto que nacemos para un día morir. Que la vida tal y como la conocemos no es más que el lapso entre dos momentos muy bien definidos. Y eso es así para todos los seres vivos que hemos sido. Toda persona que haya existido, o ha muerto, o morirá. Ninguna muerte es esencialmente especial.

Y eso le quita dramatismo a tu muerte, Papá. No me cabreo contigo ni con Dios ni con las circunstancias. No me pregunto por qué, no me obsesiono con las bifurcaciones que decidimos tomar, con aquello que ignoramos. Sé que estos días nos hemos despedido, que hemos dejado todos los cabos bien atados y que te hemos dicho desde un corazón desbordado de pena y amor que te podías ir, que no te preocuparas, que te queremos, que no tuvieras miedo. El viernes te estuve cuidando todo el día y pude acicalarte poco antes de que vinieran Mamá y Susana, ya te había bajado la fiebre. Llegaron. Nos dijiste con la voz quemada por la enfermedad y las medicinas que ya no querías vivir más. Señalaste la imagen de Jesús de la pared y dijiste que te llamaba.

Nos rompimos por dentro al escucharte. Sabíamos que era verdad. Te dimos todo nuestro apoyo, lo habíamos hablado. Las siguientes horas las atesoraremos hasta el fin de nuestros días.

No lloro por ti. Hasta el final fuiste un hombre bueno, un hombre coherente con sus ideas, con sus anhelos. Un hombre sencillo, humilde. Fuiste consciente de tus limitaciones y aún así hasta hace un par de meses luchabas por hacer del mundo un sitio mejor. No creo tener esa fuerza de espíritu que te acompañó toda tu vida pero no dejaré de imitarte.

Lloro porque ya no puedo disfrutar de ti, porque has dejado objetos y lugares impregnados de lo que has sido, de lo que eres. Lloro porque aunque rozo los cuarenta años vuelvo a ser un niño asustado que se ha soltado de la mano de su padre y se ha perdido. Pero esta vez sé que ya no volveré a sentir tus dedos entre los míos. Ya no estarás para tenderme una mano cuando tropiece y me haga daño.

Tu cuerpo ya no está pero los ecos de tu vida siguen vivos en cada uno de nosotros. Descansa en paz, Papá.