domingo, 8 de junio de 2014

Susurros

Johnny cogió su fusil le había decepcionado un poco. El guión era un alud de sensaciones y pensamientos que arrasaban los cimientos de muchos prejuicios que ni sabía que tenía. La dirección parecía una parodia de las películas alemanas de los años veinte del siglo pasado. Se diluía su fuerza.

Hacía ya tres o cuatro años de eso. Unos meses antes del accidente que le había roto de media espalda para abajo. Nunca había sido deportista hasta que la paraplejia se iluminaba con letras de neón cada mañana nada más abrir los ojos. Un accidente por hacer el gilipollas. Un recordatorio eterno e irreversible de su imbecilidad.

No es que siguiera amargado, es que aumentaba su cabreo con cada puto día que pasaba viendo caras de compasión. Deseaba que la gente le recordara lo gilipollas que había sido y que era él, y sólo él, quien podía mover el culo -los brazos- y darle sentido a su vida. Pero no. Pobrecito. Mierda pa todos y para él la más grande.

El ejército invasor había tardado cuatro o cinco días en ocupar el país. Sin luz ni médicos ni otros trabajadores la residencia había quedado llena de futuros cadáveres sentados y tumbados en hierros con ruedas. No valía la pena gastar balas ni esfuerzo en aniquilar a esos cachos de carne autoinsuficientes.

Los primeros cadáveres ya diseminaban su pútrido interior licuefactado por toda la residencia cuando apareció. Una figura delgada, femenina, que llegó un mediodía a las rejas de la entrada y se dirigió hacia él sin titubear. Un rato después se había llevado su miedo a un lugar donde nunca lo recuperaría.

No era el agua ni la fruta pelada y limpia. No eran los paseos por los jardines hasta el río, hasta la noche, hasta el alba. Era la no-soledad que le rodeaba incesante desde que ella apareció. Las palabras que le susurraba en un idioma que no entendía pero cuyo significado era diáfano.

Llegó el final de sus días y ella seguía allí, una vida después. Nunca entendió la forma de su lenguaje, sí su contenido. La miró una vez más a ese rostro sin rostro que había aprendido a amar y cerró los ojos para siempre.

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El motorista se desangraba al pie del guardarraíl. Una pierna doblada en una sucesión de ángulos imposibles. La otra a unas decenas de metros. Matrícula extranjera, de fuera de Asia, probablemente de algún país de Europa. La ambulancia llegaría tarde. Dejó el coche como barricada y se arrodilló junto al hombre. Los ojos del motorista se movían rápidamente, estaba soñando. Le agarró la mano y se tumbó a su lado, cabeza con cabeza. Le susurró que no estaba solo, que no debía tener miedo. Que la vida no era más que una parte de la existencia, que nada moría nunca del todo.

Siguió hablándole hasta que los ojos del hombre dejaron de moverse, al igual que su pecho. Le soltó la mano, le acarició el pelo y se levantó a esperar.

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