jueves, 19 de junio de 2014

Estrella fugaz

Llegó el momento en que el sol acabó por desaparecer tras las dunas. La luz del ocaso hizo el mundo rojo y mis pasos sin rumbo seguían clavándose en una arena que me chupaba los pies. La noche venía inexorable, demasiado pronto, devorando la luz que la juventud arrojaba sobre todo un mundo que caminar. Pero cada día, cada año que caminaba, la luz se tornaba aún más mortecina y el mundo se emborronaba como tinta en un vaso de agua.

El último resplandor del sol hacía años que se había extinguido; mi cuerpo aún era joven; la noche, cerrada. Caminaba porque no podía no caminar. Mi vida no sería nacer, crecer, soñar y esperar resignado a la muerte sentado en algún lugar de las arenas del tiempo.

Caminé noches sin luna en las que sólo las estrellas acompañaban al negro paisaje que se recortaba contra ellas. En él, un mundo del que sólo veía la sombra. Hacía frío. ¿Por qué caminaba? Mi último destino sería la muerte, nada lo cambiaría.

El destello de una estrella fugaz rasgó el velo de estrellas y dejó pasar un mediodía. Allí estaban mis pies, mis manos. La arena, las verdes colinas y las montañas cubiertas de nieve. El mundo en todo su esplendor. Comprendí, caí de rodillas, lloré.

Durante los muchos años que aún viví nunca volví a ver una estrella fugaz. En su brevedad la amé: me enseñó a dejar de buscar con los ojos aquello que ya conocía con el corazón.

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