lunes, 16 de junio de 2014

El Escritor

Arrastró los pies por el polvo de la habitación hasta caer rendido en la mecedora, junto a la ventana. La luz del ocaso teñía de rojo la vieja madera de la mesa, los libros cuarteados, la pluma y el tintero, la botella de licor y estalló en mil chispas sobre la copa de cristal. De joven podía avistar el mar allí donde el valle moría; ya casi no veía de lejos y las lluvias de demasiados otoños habían dejado translúcidos los cristales. Su mano temblorosa agarró el libro más cercano y lo abrió por donde el marcador de corteza de sauce dormía. Las letras no eran más que borrones sobre un fondo amarillento; conocía cada palabra, cada letra, cada punto de ese libro que había escrito hacía una vida, toda la vida. Tomó la pluma de ganso, la mojó en tinta y comenzó a escribir.

La suya había sido una vida plena. Creador de miles de aventuras que sólo los más intrépidos osaban soñar. Asesino de dioses, amante de espíritus sencillos. Arquitecto, guerrero, artesano o filósofo... Llegaba a su fin y no sentía pena por él sino por las historias que se quedarían sin narrar para perderse en una noche sin estrellas.

Llegaba la hora, la noche se comía sus ojos. Los cerró, se reclinó y comenzó a mecerse sin soltar el libro hasta que éste cayó al suelo. La mecedora bailó un par de veces más hasta detenerse para siempre. Silencio y oscuridad. Nada.

 

Sara abrió los ojos y se estiró con un sonoro bostezo. Había dormido como nunca en años. Y aunque sólo evocaba leves pinceladas de sus sueños, sabía que habían sido maravillosos. No recordaba nada de El Escritor.

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