sábado, 7 de junio de 2014

Perfecto

 

-Bueno; un día más -sonriendo-. Nos vemos mañana.

Guiñó un ojo a su compañera en plan peliculero al cerrar la puerta de la cabina tras salir. Quedó forzado, como siempre. Pero no quería darse cuenta y a nadie más le importaba.

Su vida consistía en turnos de 12 horas de vigilante de una central mediana de provincias aún por inaugurar. Cotizaba por seis y le pagaban las otras en negro. No era mal trabajo comparado con las últimas mierdas. Y mucho mejor que seguir sin trabajo. El resto del día dormía, hacía la compra, descansaba, salía a correr, a tomar algo...

Si le echaba muchas horas pronto le quedaría un dinerillo ahorrado, no mucho pero suficiente para largarse a la aventura y empezar una nueva vida en otro lugar. "En un país de verdad" solía decir acompañado de amigos y botellines. Allí trabajaría en algo a tiempo parcial y escribiría la gran obra de teatro que tenía en mente y que cambiaría la concepción de las artes escénicas de la segunda década del siglo XXI. Ahora simplemente estaba agotado. No era el tiempo de escribir cualquier mierda por escribir.

Tras la celebración de su quincuagésimo cumpleaños con sus empleados meditaba de vuelta a casa al volante de su Mercedes. Ya eran cinco en plantilla y a su empresa no le podía ir yendo mejor. Hacía años que no le preocupaba llegar a fin de mes ni se pensaba dos veces comprar algo o comer en un restaurante cuando le apetecía. Podía hacerlo y tampoco era un manirroto. Su obra seguía madurando en su cabeza; cada vez tenía más detalles, mayor profundidad. Tocaba cada gran pregunta existencial, afloraba los miedos e incertidumbres atávicas del ser humano. En breve se tomaría un año sabático y la vomitaría y le daría forma. La madurez de haber pasado el ecuador de la vida impregnaba de dulces y acres aromas añejos las palabras que pronto escribiría. Menos mal que no la había escrito aún, habría sido algo demasiado sencillo y naíf. Mucho mejor así.

Durante su entierro observó a quienes le lloraban. Podía ver en las almas de las personas y sí que había sido un hombre querido. Casi ochenta años y dejaba un pequeño imperio industrial que sus descendientes mantendrían vivo. Sería recordado como un gran hombre, indudablemente.

Y, sin embargo, su alma partió a la otra vida llena de congoja cuando se despidió del cuaderno amarilleado que yacía virgen en un cajón de su escritorio.

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