miércoles, 11 de junio de 2014

A golpes de pluma

No existían ya muchos escritores que pudieran comprender lo que pretendía. Y ciertamente ninguno lo aprobaría. Armado solamente con su pluma, acababa con todos ellos; aniquilados por su pericia, dejaban de escribir para siempre y se hundían en el olvido.

Había empezado un par de años atrás nada más, con una vieja máquina de escribir comprada en un mercadillo. No era una Underwood ni una Remington ni una Corona. Ni siquiera una destartalada Olimpia. Tenía aspecto de imitación del nunca comercializado modelo de Olivetti "Fea de cojones", construida en algún país del este, y la chapa con la marca se había perdido en medio de algún lejano año para alivio del vendedor. Romanticismo en estado puro. Con ella perpetró sus primeras obras, feas de cojones, como la máquina. Y, aunque bohemia, no le resultaba útil. Sería el mejor escritor de su país. Y con la máquina no podía.

Tras meses de probar y descartar útiles de escritura quedó prendado de la pluma de uno de sus escritores favoritos, recientemente fallecido. La perfección hecha filigrana de metal, carey y tinta. La extensión perfecta de su ego, de su obra, de su don. Podía llevarla consigo a cualquier lugar, utilizarla en el tren, en barco, en avión, en un bar o en la calle. Incluso en una ocasión, en la cola para entrar en la ópera. Nabucco.

Poco a poco se fue haciendo un hueco en el mundo literario. Nadie conocía su rostro, sólo su implacable obra que purificaba la blasfemia mercantilística de la literatura contemporánea. Inexorable, revelaba los pecados de cada escritor, su inmundicia. Y, a continuación, lo destrozaba con certeros golpes de su afilada pluma.

Pero no lo consiguió. El infumable Sancho Dragón firmaba ejemplares de su última ventosidad cerebral. Los negros ojillos hundidos en su rostro apergaminado saltaban nerviosos de un libro al siguiente libro mientras farfullaba lo que podría perfectamente ser un insulto -obviamente merecido- a cualquier imbécil que hubiera comprado su libro. Cuando le llegó el turno, sacó la pluma y se abalanzó sobre la yugular de Sancho Dragón, clavándola una y otra vez en cuero seco hasta que partió el plumín y con él su arma justiciera. Fue reducido por los policías de paisano que se hacían pasar por clientes del centro comercial.

 

Por los más de cincuenta asesinatos de escritores fue condenado a cinco años y un día a pesar de los atenuantes artísticos por defensa propia. La jueza le expresó públicamente su simpatía a título personal pero no pudo lograr la libre absolución por culpa del abogado de oficio que le había correspondido, lector asiduo de Juana Rosa Quintero, Morris Aguirre o Pinar Urano entre otros.

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