sábado, 21 de junio de 2014

Eterno anochecer

No era un atardecer como los demás. Era un atardecer fuera del tiempo, ajeno al devenir del día a día. Las luces de las casas que salpicaban el valle titilaban entre los árboles y un cielo de sangre sobre azul celeste se deshacía en la negrura de un cielo estrellado.

Sólo aves e insectos rompían la estaticidad del momento.

Quería volar como la lechuza que por la mañana dormitaba en un granero del camino. Batir mis alas sin romper el silencio y mirar el mundo desde mi mundo.

O ser ese esquivo lince, secreto a voces entre pinos y berrocal. Acechar desde las sombras como la muerte de un relato de Poe, ajeno a que mi propia muerte pondría fin a mi especie.

No, no lo sería. Y aún así quería romper el péndulo de mi vida y alojarme en este eterno atardecer. Pero el rojo se iba del cielo y casi ni veía mis manos.

Me moría. Mi sangre brotaba de las heridas de mi cuerpo retorcido, roto tras la caída. Subí a la cima. Viví. Comprendí.

Y la montaña me amó para sí, cuerpo a cuerpo en este eterno anochecer.

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