domingo, 16 de diciembre de 2012

Voluntad

Era tremenda la soledad que podía llegar a sentir uno en el asilo. Las paredes eran demasiado blancas, los barrotes de las ventanas demasiado fuertes y los cuidadores no eran más que pastores de ánimas ancladas en un pasado feliz y, por ello, lejano. Sólo él había venido por voluntad propia; unos cuantos lo habían hecho contra su voluntad y la mayoría la habían perdido mucho antes. Pero eso no lo hacía más fácil.

Sus razones resultaban oscuras incluso para él mismo (¿era por tanto éste realmente su sitio?). ¿Curiosidad, hambre de justicia, morbo, autocastigo...? Seguramente habían sido todas a la vez. O un vaivén entre esas razones. Pero cada vez le interesaba menos. Y lo peor de todo era que ni le importaba. O lo mejor. O qué más daba.

Perdió el interés en observar las reacciones del resto de internos ante el programa rosa que estaban echando en la tele. El programa era una auténtica mierda y la falta de reacción de sus compañeros otra aún mayor. Se acercó a la ventana a observar el edificio de enfrente, un hospital de enfermos terminales. O eso decían. Pero seguro que no era más que un sitio donde los llevaban a morir sin gastarse nada en medicinas y las familias lo sabían pero no les importaba. O a lo mejor creían que les daban los mejores cuidados. Aunque estaba bien iluminado por las noches y no tenía barrotes. Y las cortinas parecían bonitas y cuando las corrían había flores en las mesas.

Las hojas de los plátanos y los chopos se arremolinaban en las calles junto a los bordillos. Era muy bonito el contraste de colores verde, amarillo y marrón aunque echaba de menos el rojo de otros árboles. La verdad, era precioso pero parecía que nadie las recogía y podían ser un peligro, alguien podría torcerse un tobillo o caerse o pisar una mierda de perro. Y si llovía se podía meter el pie hasta el fondo en un charco. No le gustaba tanto el otoño. Pero la luz del atardecer en esta época del año, los días nublados en los que salía el sol un rato por las tardes... nada era más hermoso en sus recuerdos.

Aún quedaba mucho tiempo para poder irse al cuarto a dormir aunque él se quedaba con los ojos abiertos escuchando los ruidos de la noche. Estaba cansado y tenía hambre aunque había dormido muy bien la noche anterior a pesar de los ronquidos del viejo de la habitación de al lado que no le dejaban dormir. Dormir era malo: uno se podía morir durante el sueño y no se enteraría. Pero morirse despierto le daba mucho miedo, no quería enterarse de que se iba a morir, seguro que se cagaba y se hacía pis. Y entonces su madre le pegaría y su padre le pegaría y le encerrarían en la alacena y la puerta le apretaría el pecho y la tripa y no podía echarse al suelo a llorar.

Los gritos le daban mucho miedo. Su madre gritaba y su padre gritaba y los otros hombres gritaban. Se tapaba la cara con la manta pero los ojos le miraban desde debajo de la cama y desde el armario y por la ventana entraban sombras y los cuervos y los gatos hablaban en la calle de comerle los ojos si se asomaba.

Todo estaba parado y en silencio. Las hojas de los árboles estaban quietas en mitad del aire, las palomas tenían las alas borrosas y la luz de un relámpago entraba eterna por la ventana. Quería gritar pero no había aire. No respiraba ni latía su corazón. Abrió la puerta de un silencioso portazo y bajó corriendo los escalones de dos en dos, de tres en tres, rodando hasta desnucarse contra una pared. Todo estaba recubierto de terciopelo rojo y no se veía la sangre pero seguro que todo estaba lleno. Le ardía el brazo y luego la cabeza y el silencio se fue apagando hasta ser un murmullo.

Abrió lentamente los ojos, le dolía la luz. José Luis, el bedel, estaba sentado en una silla con un ojo morado y tres rayas de sangre cruzaban su cara. Y él una vez más estaba atado en la camilla de la enfermería. Seguro que otra vez le habían puesto sangre reseca y piel debajo de las uñas y le acusaban de agresión. Luego le pegarían y le clavarían jeringuillas. En esos momentos no quería estar en el asilo.

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