miércoles, 26 de diciembre de 2012

Susurros

Los tacos de madera se encontraban desperdigados por todo el taller; un lecho de virutas y polvo de serrín impedían ver el suelo de piedra argamasada. Sobre el banco había un precioso tocón de olivo, enorme, veteado, retorcido, que le susurraba ideas en voz demasiado baja. Lo agarraba y lo sopesaba. Le daba vueltas con sus manos fuertes y callosas como raíces. Lo colocaba de mil maneras en el banco y se acercaba y alejaba para verlo desde todos los ángulos. Movía las luces de sitio, traía otras de la casa, encendía y apagaba focos para arrancarle todas las sombras a la madera. Y, aunque seguían siendo ininteligibles, los susurros ya eran voces.

La piel del olivo había sido desbastada a golpes de escoplo y la madera chorreaba color por cada veta. Era hermosísima. Acarició su superficie, olió su aroma. La giró, la cogió, la colocó en todas las posiciones posibles. Pero seguía sin decirle qué forma llevaba dentro. Agarró un escoplo grande y una maza.

Cuñas y virutas de olivo rodeaban el banco donde la madera se negaba aún a decir lo que el carpintero deseaba escuchar. Tenía una forma mucho más estilizada, gótica, con sus formas alzándose a los cielos. Era de una exquisitez enfermiza, como un cadáver maquillado y vestido para sentarse a una mesa fastuosa. No quería hablar. Él era paciente.

La policía procedió al levantamiento del cuerpo de aquel carpintero ahorcado por la soga y por las deudas. Otro caso más de suicidio por no saber cómo afrontar un desahucio inminente.

Nadie sacó siquiera una foto al cacho de madera de olivo con un hacha incrustada que había sobre el banco de trabajo de aquel desgraciado.

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