domingo, 23 de diciembre de 2012

Añoranza

El gato se había echado en la zona del suelo por donde pasaban las tuberías del circuito de la calefacción. El día, soleado y cálido para ser invierno, había dado paso a una noche llena de estrellas donde el viento aullaba acompañado de un frío que mordía la piel descubierta hasta llegar, si se le daba tiempo, a la médula del hueso.
La casa se hallaba iluminada por decenas de velas de diferentes colores que salpicaban todo el mobiliario. Vainilla, canela, sándalo, cítricos, chocolate... Una mezcla de tenues fragancias que, lejos de pelearse en una cacofonía de olores, se entretejían en el equivalente olfativo del colorido de un mercado de pigmentos hindú.

Agarró los barrotes del ventanuco y miró el cielo del anochecer. Un maizal se extendía tras los muros del penal hasta la línea de árboles del horizonte. Cómo echaba de menos su casa, y aún no llevaba ni una semana en aquella maldita prisión. Su marido, su gato... tan cerca y a la vez tan lejos. Pero así era la vida, ella se lo había buscado.
Terminó de revisar la celda de la presa número 13328 sin encontrar nada sospechoso (otro soplo falso) y se fue a la sala de control a llamar a su marido para decirle que le quería y que el viernes llegaría a las 23 horas, más o menos.

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