No hacía viento y las pocas espigas que habían sobrevivido a las granizadas semanas atrás ahora se agostaban bajo un sol cruel que imponía su silencio incluso a las cigarras. Todo estaba quieto salvo el horizonte que bailaba achicharrado en todas direcciones.
En la cuneta del camino se encontraba cuerpos carbonizados, desollados, destripados, mutilados o devorados por los animales. Cuerpos uniformados de gris o de rojo, cuerpos desnudos, cuerpos con ropas de noble o de campesino humilde, restos de caballo, perro, oveja.
Se pasó la lengua por los labios resecos pero sólo fue roce de cuero contra cuero. A sus cuarenta y pocos años tenía la piel de un anciano curtido por el sol. Y un alma aún más vieja y cansada. De sus ropas escapaba un hedor entre a vinagre, queso azul y muerte. Nunca había sido muy dado al baño; esta vez se habría peleado con el mismísimo rey y su guardia de honor por disfrutar de uno. Por el agua. Por el olor. Por las pústulas y ampollas que tanto escocían.
Acampó a la sombra de unos riscos cuando el sol ya casi rozaba el horizonte. Necesitaba descansar. Un rato, una noche. Descansar.
Se despertó empapado en plena noche; la lluvia lamía su cara, su torso, sus piernas. Trepó sobre una roca para otear la oscuridad y no ver nada. Seguía lloviendo. Echó la cabeza hacia atrás y abrió la boca hacia el cielo para aplacar poco a poco la sed.
Lo había conseguido, había sobrevivido. Todos los demás habían muerto antes de llegar tan lejos. Bajó de un salto, resbaló y sus lágrimas se juntaron con su sangre mientras su mirada se apagaba para siempre.
Este relato me parece genial en todos los aspectos. Gracias por dejarnos disfrutar de tu particular manera de ver el mundo, muñeco.
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Mis relatos sólo son cuando se leen. Me siento afortunado de poder compartirlos. De nuevo.
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