miércoles, 12 de diciembre de 2012

Viento

Tenía los dedos doloridos. O anestesiados. Por el frío. A pesar de ir embozado hasta los ojos en su vieja bufanda de lana el frío de la noche le helaba la garganta y le ardía en los pulmones. Se habría encendido un cigarro pero para ello tendría que haberse quitado los guantes y ni estaba convencido de ser capaz de prender una cerilla. Y la petaca de lo que fuera que destilaban en la trastienda de aquel antro se encontraba medio vacía en las profundidades de su ropa, inalcanzable.

Esas noches tenían sus ventajas: no había nadie en las calles. Ni perros ni gatos ni lobos ni ratas. Las antorchas se apagaban con el viento y nadie las volvía a encender y los batientes de las ventanas mantenían dentro de las casas la luz y el calor de los hogares. Esas noches la luna se hacía dueña de un cielo negro limpio de nubes y la nieve en polvo se alzaba en una corriente etérea y fantasmal que recorría las calles de la villa. Casi podía oír el tintineo de los diminutos cristales.

Llegó a la balaustrada de piedra que separaba la plaza del cortado de roca que se perdía en el fondo del valle donde el río -tragado por la oscuridad de la mole del macizo del otro lado- seguiría escurriéndose hacia el mar bajo una gruesa capa de hielo. Un golpe de aire le arrancó el sombrero de ala ancha y lo arrojó hacia el interior de la plaza. No era buen momento para saltar, por culpa del viento la caída sería lenta y dolorosa, golpeándose una y otra vez con los salientes de roca. Tenía incluso más miedo al dolor que a la misma vida.

Se volvió a por el sombrero que en esos momentos bailaba en caóticos círculos sobre el adoquinado de la plaza y, sorprendido, lo cogió la primera vez que pasó ante él. Se pasó la mano hacia atrás por el pelo encanecido y se ajustó el sombrero hasta cubrirse las orejas. A su mujer le molestaba mucho que lo hiciera, que se veía ridículo. A él le daba igual. Caminó de vuelta a casa.

Llegó a la puerta y buscó la llave en el bolsillo. Levantó un poco el sombrero y sacó de dentro las orejas. Metió la llave y abrió la puerta lo más rápido que podía sin armar ruido. La mortecina luz anaranjada de un fuego moribundo le esperaba en el interior de la casa. Allí seguía su mujer, en la mecedora junto al hogar. No soportaba verla allí todo el día, todos los días. Por eso procuraba estar fuera de casa cuanto fuera posible. Más de sesenta años juntos viviendo felices hacían aún más dura la situación. Se acercó a ella y le dio un suave beso en la frente. Ella no reaccionó. Él no se sorprendió. Fue a por una olla, salió un momento a por nieve y metió dentro medio nabo y una zanahoria que alguien había desechado esa mañana en el mercado. La colocó sobre el fuego y volvió a la cocina a por el cuchillo. Se acercó a su mujer por detrás, le temblaba la mano. No quería hacerlo pero la situación era insostenible, el dolor infinito.

Mientras roía de un hueso los últimos jirones de carne miró a su esposa con los ojos cubiertos de lágrimas. Cómo se habían querido. Cuántos años de dormir pensando en despertarse al día siguiente antes que ella y poder admirarla cuando despertara. Ya no despertaría. Y pronto se acabaría la carne de ese cuerpo enjuto.

Ojalá mañana no haga viento.

3 comentarios :

  1. Frescor, avidez, curiosidad, ojos sin parpadear devorando con ansiedad las palabras

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    1. Que nunca se acabe el hambre. Un abrazo.

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    2. Gracias por su respuesta. No esperaba que el escritor comentase o respondiese a sus lectores.
      Pues eso deseo, en su caso el hambre hará que siga escribiendo y en mi caso, que siga devorando.
      Acabo de darme cuenta de que estrené su blog. No soy experto en esto.
      Un saludo

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