miércoles, 26 de diciembre de 2012

Salvados

Desde lo alto del mástil el mar se ondulaba como las colinas y prados de su tierra natal. El viento traía henchidas las velas desde el alba y avanzaban a muy buen ritmo. Desde que su grito de avistamiento quebró el silencio abatido de la tripulación la cubierta era una orgía de actividad. Comida, agua, hogueras, suelo firme... todas esas cosas inalcanzables hacía unas horas las estaban ahora casi oliendo, viendo, saboreando, tocando. Las pocas fuerzas que habían guardado durante los días que navegaron sin rumbo y con muy poca esperanza por aquellos mares desconocidos ahora afloraban desbocadas.

La túnica de la Muerte se alejaba flotando mar adentro hasta otra ocasión.

La nave había quedado anclada en una preciosa ensenada turquesa rodeada de arena blanca. Bajo las barcas con las que iban a tierra nadaron las siluetas de algunos cardúmenes de pececillos, un par de escualos largos como piernas de hombre y una enorme tortuga que pastaba ante una mancha de posidonias.

El mar era su vida, lo había sido desde que empezó a valerse por sí mismo. No le gustaban las ciudades, las grandes aglomeraciones de gente. Le daban miedo. Pero amaba la tierra firme deshabitada. Lugares vírgenes donde perderse; islas donde sólo los gritos de las aves rompían el murmullo de las olas al romper en los acantilados o deshacerse en la arena.

Eufóricos por su buena suerte cantaban, saltaban, reían.

A unas decenas de estadios Polifemo guiaba su rebaño de vuelta a la cueva.

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