jueves, 27 de diciembre de 2012

2015

El viejo hacía la vista gorda. Era un buen hombre. Se terminó de tres tragos su cuarta cerveza, estrujó la lata y la lanzó a la fosa.

Era un trabajo de mierda para un sin patria de mierda como él. No soportaba tratar todos los días con los cadáveres demacrados de tantos niños, ancianos, jóvenes, adultos. Cuerpos cuyos rostros aún mostraban el sufrimiento arrastrado desde el otro lado.

Agarró de los tobillos lo que debía ser el cuerpo de un niño o niña, tiró y lo sacó de la camioneta apoyándolo sobre su espalda. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco pasos. El ruido sordo de un cuerpo cayendo en un hoyo. A la furgoneta y vuelta a empezar.

La luna llena asomaba ya por encima de las negras siluetas de las copas del pinar. De noche los cuerpos olían bastante menos. El viejo dio un silbido y le hizo un gesto con la mano para que se acercara. Los primeros días su estómago echaba por tierra cualquier intento de comer durante su trabajo. Pero el hambre era fuerte y los muertos lo respetaban. En menos de una semana el pan y la panceta ahumada olían a paraíso cuando llegaban en mitad de la noche.

Soltó una estentórea carcajada que hizo que al viejo se le cayera su panceta al suelo. Sólo un año y pico atrás era un joven musulmán enterrando amigos, vecinos y familiares muertos de hambre en Nigeria. Ahora era un viejo sin fe haciendo lo mismo en España.

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