miércoles, 13 de febrero de 2013

Orejas

Ese tío tenía las orejas muy separadas. No podía dejar de mirárselas aunque trataba de hacerlo con disimulo; pero es que, más que de soplillo, las tenía planas pero perpendiculares al cráneo. Raro de cojones. Era como una ensaladera tumbada. Si Quevedo lo hubiera visto no habría escrito acerca del licenciado Cabra. Y lo peor es que como el tipo se diera cuenta, estaba perdido.

En sus años en la agencia de detectives un año atrás aprendió que la mejor manera de pasar inadvertido no era tratar de hacerse invisible como un gato que juega a esconderse sino actuar con una normalidad absoluta, mostrando que uno estaba donde tenía que estar. Aprendió muchísimo de unos profesionales impresionantes.

Pero ahora trabajaba para los franceses y las cosas eran más difíciles. Ahora no podía mirar desde la sombra, desde la lejanía. Ahora tenía que estar en contacto con el objetivo y ser infinitamente discreta.

Un par de días de curro y esas putas orejas iban a echarlo ya todo a perder. Se mordió los carrillos para no reírse. Demasiado tarde. Estalló en una carcajada que le salía a borbotones y se tuvo que sentar en el suelo.

Media hora más tarde ya la habían despedido de su trabajo como dependienta de la óptica francesa de lujo del centro comercial.

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