Cada atardecer plantaba nuevas semillas en una tierra que se prometía fértil. La noche las helaba, las alimañas se las comían. Nunca llovía.
Cada mañana la tierra aparecía revuelta y yerma.
Y los cadáveres amojamados de los responsables de la colonia se pudrían un poquito más bajo el diminuto sol que colgaba del cielo.
Los meses se sucedían y lo seguirían haciendo hasta que el robot agricultor de la base marciana agotase sus baterías.
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