miércoles, 27 de marzo de 2013

Hasta el fin del mundo

Todos salvo él habían preferido quedarse dentro de la casa en mitad de la ventisca. Terremotos, oscuridad, nieve. Un mundo inhóspito en el que les había tocado vivir. Para él sobrevivir ya no era vivir. No quería seguir viviendo escondido del mundo entre cuatro paredes donde cada día era el mismo. Así que se despidió entre lloros y abrazos de los suyos. Salvo de su madre que, sin dedicarle una mirada, entró en la cocina cuando él dijo que tenía que salir al mundo o morir de tedio.

Estuvo caminando bajo una incesante nevada que acompañaba a los temblores que se sucedían irregularmente. La noche era negra; el frío le mordía la cara, los pies y las manos. Caminaba a ciegas y sólo el crujido de la nieve virgen bajo sus botas le parecía real.

Abrió los ojos bajo una luz dorada y cegadora que irradiaba calor a su cuerpo aterido. No recordaba cómo ni cuándo había llegado hasta ahí, hasta los pies de una pared invisible, infinita, tras la que se podía ver un mundo gigantesco e irreal. Pero lo había conseguido. Era el fin del mundo y era agradable y podía ver el hogar de los dioses.

En una sencilla casa de una de tantas ciudades dormitorio del mundo caían los primeros rayos de una mañana de enero sobre la bola de nieve con una casita en miniatura que había encima de la chimenea.

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